El dueño de la casa se llamaba Ramón, y su pelo era de esos que a una no se le olvidan fácilmente. Recuerdo que llegó de una de las habitaciones con un portátil y lo abrió como si estuviese descorchando una botella de vino para celebrar algo muy importante. Abrió su carpeta de música y nos sirvió a todos una copa de rock indie.
Fue curioso, porque en aquel ambiente conseguí sentirme especialmente bien, aunque no conociese apenas a nadie y no fuese la situación más cotidiana del mundo, pero se desprendía un ambiente tan sincero que sentirse incómoda hubiese sido una enorme falta de educación.
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