El otro día lo ví (después de tanto tiempo) y me costó mucho intentar parecer natural delante de él y de sus palabras como cuerpos, y cuando digo mucho probablemente no entiendan la intensidad con la que lo refiero.
Se me antojó pensar después de aquella noche que justo cuando nos encontramos en una situación complicada es cuando, casi sin notarlo, escribimos las mejores historias. A menudo los ojos se convierten en la pluma, y la tinta se desliza por las pestañas, esparciéndose a través del espacio que dista entre dos cuerpos, y llegando a atrapar al otro interactor.
Dependiendo de cómo escriban nuestros ojos, al contrincante se le atrapa de un modo u otro, y ganar la partida, dependiendo del contexto, tiene relación en gran medida con las distancias que guardamos.
Os prometo que, si supieseis cómo son sus ojos, su pelo, su voz y las formas de su cuerpo, entenderíais, aunque sólo fuese una pequeña parte, mi sensación de pérdida cada vez que se marcha. Porque el vacío que acostumbra a dejar su ausencia es nuestra distancia al final de una conversación multiplicada por el número que va antes de llegar al infinito.
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