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domingo, 11 de marzo de 2012

Siempre hacía frío en la pequeña ciudad austriaca de Weisberg. Hasta bien entrado el mes de mayo las temperaturas eran tan bajas que las ráfagas de viento se volvían guadañas de hielo sesgando la ciudad. El aire mordía con pinzadas gélidas, removiendo un baile de teas heladas que se adentraban por cualquier resquicio de la piel, acrecentando las sensaciones de la crudeza de aquel ambiente glacial. A veces la altivez del frío obligaba a contraer los cuerpos; entonces dolía como el filo de una astilla en los ojos o la menta pura en los orificios de la nariz; se congelaba en los dientes apretados y entumecia los bordes de las orejas y las palmas de las manos cuarteando la piel, acorchando lso sentidos y endureciendo los hilos de seda invisible con que se atan los pensamientos más pequeños.

GÓMEZ RUFO, Antonio. El alma de los peces. Barcelona: Muchnik Editores, 2000