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miércoles, 1 de diciembre de 2010

.Odio esa manera de ignorar el mundo, la maldita indiferencia que, lejos de estar contenida en tarros de cristal, se desparrama por los suelos y trepa por las paredes de mi cueva como si ese territorio fuese suyo y yo fuese sólo una invitada.
Detesto, por otro lado, esa manera de decir adiós, y para esto no encuentro más justificación que mi propia misantropía. La detesto igual que adoro el sosiego verbal y el modo en que las palabras se mecen en el sonido ambiente como si fuesen las hojas de un maizal con la brisa cálida de verano.
Adoro también el intranquilo bienestar que me inunda mientras bebo tratando de no sostener la mirada y la paz que me proporciona la vuelta a casa.
Me produce cierta curiosidad la emoción que se asoma tras las puertas y nunca se anima a entrar en este terreno, es como cuando tienes ganas de llorar pero las lágrimas sólo se dignan a quedarse en las pestañas del párpado inferior. En realidad, no sé por qué lo hace, porque mi emoción siempre ha sido muy curiosa, pero debe de ser que esta vez hay algo que la retiene, y no la culpo, es más, ni siquiera me molesta que no entre a charlar.
Y ya no es que odie, ni adore, ni me produzca curiosidad, es que la indiferencia se me contagia y empiezo por no interesarme en absoluto por los fotogramas del pasado, y lo peor es que tampoco me interesan los del futuro. Y aquí ando, sin andar, claro, preocupada en absoluto por la temporalidad y sin proyecciones de futuro que incluyan filtros cálidos. Parece que todo me importe un bledo, y así es.
He estado intentando evitar(te) a toda costa en estas líneas, por si no lo habías notado.
Y, aunque venía a ponerme moñas, me parece que lo que he conseguido es que esta historia me produzca la misma indiferencia que hace unos minutos, cuando comencé a escribir; así pues, deduzca.