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viernes, 6 de agosto de 2010

Estábamos en la terraza tomando alcohol cuando me preguntó por qué, así sin más.
Yo estaba con las manos apoyadas en la barandilla helada, sintiendo los huesos del Febrero más tibio de mi breve existencia, y le pregunté que por qué qué en concreto.
Empezó otra vez con esa jodida risa que me provocaba una horrorosa y violenta incertidumbre, y, sólo cuando vio un destello iracundo en mi mirada, sosegó y me preguntó: por qué estamos aquí? Pensé que estaba de un existencialista profundo y quise regalarle algún dardo mordaz, pero en seguida continuó expresándome lo rara que se le presentaba aquella situación, diciendo algo como que éramos dos personas de tiempos distintos y mundos parecidos que estaban ligados por una soga invisible más resistente en un lado que en otro que podía vencerse en cualquier momento.
No voy a negarles que aquello me sorprendió, estaría mintiéndoles.
Me acerqué un poco a él, lo suficiente para tocarle la barbilla, y le dije que el amor era puramente irracional, y que ahí encontraba yo la respuesta a su pregunta.

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