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martes, 27 de noviembre de 2012

.A veces no hay nadie. O, en su defecto, todo el mundo está lejos.
Y tal vez no necesites estar con nadie más que contigo misma y sea eso precisamente lo que no quieres.  Entonces, después de haber estado esperando congelada en el andén a que llegue el tren que te lleva a casa, te percatas de que vivir te viene grande cuando ninguna de las canciones de tu reproductor te conviene, bien porque te traen recuerdos a los que no quieres enfrentrarte o bien porque son demasiado alegres. Y vuelves a preguntarte qué quieres y a quién necesitas a tu lado, aunque tengas muy claro a quiénes quieres y seas consciente de que todas esas personas están lejos de ti y ni siquiera puede llegarte el calor de sus ánimos.
Entonces, de repente, sucede. Repentinamente sabes lo que quieres, y eso que quieres es viajar atrás en el tiempo y, una vez dentro del momento adecuado, controlar la velocidad de obturación.
Probablemente esos momentos a los que quieres volver no sean ni el mejor orgasmo ni la mejor fiesta con tus amigos. Igual es sólo un abrazo de alguien que se ha ido para no volver o la sonrisa de alguien que se alegra mucho de verte y te aparta el pelo de la cara, agarrándola fuerte, con toda la fuerza que sus tres años de vida le permiten, para retenerte a su lado durante mucho tiempo.
En ese momento es cuando constatas nuevamente que la vida es en gran medida soledad y en gran medida melancolía, y que eso no hay fuerza natural que lo pueda cambiar.

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