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sábado, 15 de enero de 2011

.Al principio, la vida no es más que un compartimento vacío, un camarote con un somier a estrenar y un edredón sin una sola arruga. Y supongo que no sientes nada, que estás como anestesiado aunque en los camarotes adyacentes y en los pasillos haya jaleo. Lo supongo porque el tiempo que tardas en deshacer las maletas, colocar tus cosas en los estantes y esnifar el nuevo aire normalmente suele abstraer.
Paulatinamente, vas entrando en la realidad, que no es demasiado encantadora pero que tiene los labios pintados y sabor a oportunidades por ganar y por perder. Empiezas a compartir el aire con los demás, en parte porque no hay otra alternativa y en parte porque es algo ya interiorizado eso de compartir algo con alguien.
Y los acontecimientos, claro que sí. Los acontecimientos. Nunca sabré decir si las personas motivamos los acontecimientos o si son ellos los que motivan nuestros pasos. Aquí podemos mezclar los conceptos de compartir y acontecimientos, y es entonces cuando obtenemos la oscura mezcla que tiñe nuestras sendas.
La cuestión principal de la que venía a hablaros es la sorpresa que produce percatarse de cómo las personas que nos rodean se hacen más importantes a medida que se van colando en más y más acontecimientos de los que pueblan nuestros días. Y con acontecimientos ya no sólo me refiero a hechos, sino a ideas y valores que tienen lugar en nuestro inframundo cerebélico.
De este modo, el intrincado laberinto de la existencia humana no sólo cobra sentido con la soledad que compartimos con nosotros mismos, sino también con la presencia y la influencia que las personas ejercen en nuestro día a día, pasando éstas de ser decoración ambiente a los ser pilares más o menos esenciales que conforman nuestra existencia.

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