No obstante, a veces lo echaba de menos. No tanto a la hora de dormir en una cama vacía sino en su manera irrepetible de tocar el timbre, de ver la vida como un camino lleno de obstáculos no tan difíciles de superar o su sonrisa interminable. Entonces, el mundo se le antojaba incomprensible y extraño, más por creer imposible que hubiese gente capaz de tomarse las cosas con tan buen talante por ahí suelta que por ver a la vida como un artefacto malvado y tendente a la injusticia.
De cualquier modo, lo que más le escamaba de todo era cómo a lo largo de su vida los hombres con los que había compartido historia y sábanas terminaban por ser todos un pozo de problemas y tristezas cubiertos de ese carácter vitalista. Y lo que creía peor: por qué nunca funcionaban los engranajes de ambos si en el fondo eran dos caras de la misma moneda.
Luego le dio por recordar que ninguno de ellos le había llenado tanto como aquél que estaba plagado de tristezas y de dudas y que dejaba que éstas se asomasen ocasionalmente a la boca del pozo.
Entonces concluyó todo aquello diciéndose a sí misma que la nostalgia en este caso de autoprotección no era más que un error fatal que había que esquivar a cualquier precio y fueran cuales fueran las circunstancias.