.Vuelvo, una vez más, al asunto de la comunicación. Sí, la comunicación, ese fenómeno. Probablemente sea uno de los conceptos más amplios que me he atrevido a tratar de una manera relativamente profunda. Y, dentro de todas las ramas que posee este fenómeno, que son incontables y con innumerables matices cada una de ellas, me resulta hoy especialmente interesante la comunicación que tenemos con nosotros mismos.
Partiendo de una definición puramente etimológica, la comunicación supone poner algo en común con alguien. Ahora bien, cuando nosotros mismos somos nuestro propio receptor, la cosa cambia, y, si por algún casual consideran ustedes que por ser nuestros propios receptores la comunicación se vuelve más sencilla, les diré que fracasan estrepitosamente en sus elucubraciones.
Cuando nos disponemos a comunicarnos con nosotros mismos, teniendo en cuenta que conocemos nuestros propios miedos y miserias, surge la increíble y peligrosa posibilidad de esquivarlos con absoluta maestría y en ocasiones con unas consecuencias nefastas.
Esto nos convierte en absolutos desconocidos para nosotros mismos, algo que puede resultar extremadamente interesante a la par que desconcertante.
Para concluir, les diré que se queden con el 50% de lo bueno y con el 50% de lo malo que todo esto conlleva. Y así, todos contentos.